“Los finales felices son historias sin acabar”
-Simon Kinberg-
en pocos lugares me siento tan frágil como en París. quizá fuera esta la razón por la que tras unos días en la ciudad codeándome los ojos con el Sena y la nostalgia mis pies todavía se resistían a pasear por el famoso barrio de Montmatre.
la ciudad en los últimos años se había convertido para mí en una segunda residencia y sabía que en cuanto viera la cúpula del Sacré-Coeur coronar la rutina de la butte y me adentrase por las estrechas y sinuosas calles que descienden cuesta abajo hacia Pigalle, una capa baldía y mustia se apoderaría de mi debilidad cubriéndome el cuerpo para el resto de la jornada.
pese a ello quise ir. la noche anterior había terminado con la garganta empapada de alcohol y mi estómago, ahora seco, recordaba un pequeño restaurante próximo a los viñedos de Lapin Agile donde sirven unos menús de influencia provenzal realmente exquisitos.
al llegar a la place du Tertre un penetrante olor a crepes se mezclaba como una sinfonía de Berlioz
entre la excitación de los turistas y la seriedad de los pintores.
tenía pensado gastarme el poco dinero del que aún disponía antes de regresar a Barcelona y me detuve unos instantes frente a una réplica de le repas de paysans donde el artista había cambiado el rostro del hombre que aparece en el cuadro con las manos cruzadas por el del presidente Sarkozy y la cara de la única mujer por el de su esposa.
la escena me pareció realmente grotesca así que pensé en comprarlo cuando de forma instintiva alcé la cabeza, como si de un periscopio se tratara, con el fin de observar todo el esplendor y bullicio que abrigaba en esos instantes la plaza.
fue entonces cuando vi a ese hombre de avanzada edad. llevaba la cabeza cubierta por un fedora negro equlibrando la densa niviedad de su barba. me observaba a través de sus lentes redondeadas como si quisiera perforarme la carne con la punta de su buril. pensé: o soy un mal recuerdo o este hombre tiene uña, y decidí aproximarme con cierta curiosidad para observar más de cerca sus retratos.
el pintor había protegido sus obras con tres grandes sombrillas a modo de parapeto pese a que el cielo apenas anunciaba lluvia y el sol de febrero en París extrañamente resulta sofocante.
no quise averiguar la razón de su mirada inquisitoria así que me adelanté a cualquiera de sus reacciones y rápidamente le pregunté, obviando la presencia de una pareja de turistas que ojeaban sus retratos, cuánto costaría que me retratara. el hombre sin mediar palabra giró su cuerpo lentamente, como si fuera la grua de un viejo puerto, y sacó de detrás de sus dibujos una sillita plegable invitándome a tomar asiento frente a él. luego, con voz de pueblo antiguo áspera y penetrante me dijo: ne vous inquiétez pas monsieur, l'âme ne comprend pas l'argent, y se dispuso a afilar un carboncillo mediano hecho de sauce frotándolo delicadamente sobre la superficie de un papel.
tomé asiento,crucé las piernas, encendí un cigarrillo y decidí adoptar una actitud falsa,casi estatuaria.
no deseaba que retratase la tristeza de mis ojos ni el manantial de ausencia y silencio. esperé, sólo esperé a que el pintor hiciera su trabajo.
durante ese tiempo apenas levantó los ojos del dibujo, manteniendo su rostro oculto tras un cuardenillo como si fuera un francotirador bolchevique apostado en uno de los edificios de Petrogrado.
al terminar lo enrolló igual que un papiro y rechazó con un gesto despectivo el dinero que tenía pensado ofrecerle.
c'est la femme qui vit en vous. maintenant vous devez trouver, me dijo y acto seguido se irguió lentamente de la silla, recogió sus bártulos, cerró las tres sombrillas, lo guardó todo en una especie de carrito de la compra diminuto, dio una última mirada a la plaza como si fuera la primera vez que la observaba y se puso a andar sin apenas hacer ruido por la rue norvins, despacito, muy despacito, hasta que lo perdí de vista.
cuando desenrollé el dibujo vi que el pintor en vez de retratarme había dibujado el rostro de un mujer que, según sus palabras, habita en mi interior y supe que desde ese preciso instante mi deber era encontrarla.
el retrato se asemejaba a una de las cincuenta Nereidas de Doris: tenía el pelo largo y sedoso, sus mejillas eran dos lechos de ternura infinita, la boca una invitación a comer sin mesura y su frente el recorrido de un horizonte misterioso.
en un principio su rostro encendió en mí un desmesurado deseo de voluptuosidad pero al observar el dibujo con mayor detenimiento pude ver en el fondo de sus ojos el alba que se eleva en algunos mares alumbrando las cositas del corazón sencillas y acogedoras y fue esa mezcolanza la que me trajo la voluntad de encontrarla incluso atreviéndome a renegar por unos instantes de una vida en soledad despojándome de ese ideal como acto heroico y temerario.
era bella, muy bella, y cualquier hombre que se tercie honrado flaquea y debilita, incluso enferma y pierde el apetito cuando la belleza de una mujer le asalta como formidable golpe de mar todos los vectores de su razón y ya no existe baluarte ni alambrada capaz de retener el desboque de ese animal que llamamos corazón cuando decide salir a luchar con el sístole y el diástole al descubierto.
con la ilusión de encontrarla caminé animadamente hasta llegar al quartier latin donde me detuve en uno de los múltiples restaurantes de comida rápida para saciar el apetito que aún arrastraba mientras pensaba qué bello sería el amor junto a esa mujer y qué bueno disfrutar de sus caricias. compartir vino y mesa, olores, risas, orgasmos. qué fantástico sería embriagarme de su ternura y qué suerte llorar sus poemas. palparle la angustia, robarle las penas. qué tesoro compartir una vida y qué fortuna entregarle mi muerte como cómplice silenciosa de delicias.
así me mantuve hasta que abandoné París a la mañana siguiente.
durante las primeras semanas en Barcelona una búsqueda precipitada derivó en una exploración menos esperanzada pero mucho más serena y calma sacudida de vez en cuando por la zozobra de la impotencia y la desesperación al pensar en la titánica labor de encontrarla.
incluso decidí abandonar por un tiempo la búsqueda al creer que tan solo se trataba de la broma de un pintor ansioso de reírse del primer turista aletargado pero, y si así fuera qué perdía en intentarlo. sentirme imbécil una vez más tampoco resultaría para mí nada novedoso frente a un nuevo fracaso y la razón de buscarla encendía en mis ojos,por costumbre entornados,una luz de esperanza.
entonces daba por bueno el engaño. bienvenida sea la burla y la chanza si ello me ha de traer una infatigable ilusión antes henchida de oscuridad y completa ausencia.
images: Seine, place du Tertre.february,2009.