hay habitaciones que son invierno,
camas como opiáceos
que con el paso del tiempo
amansan olas de fuego,
analgésicas estancias de algodón y vendas paliativas,
donde el amor no tiembla más de la cuenta
y la pasión es yodo elaborado con morphina.
estancias que detesto como detesto cualquier tipo de continencia,
cuerpos insatisfechos que privan de la lluvia con su horrible cautiverio, corrientes inanimadas donde la carne no combustiona
ni se desparrama.
sondear el fondo en un incendio provocado que reviente las ampollas a mordiscos
y dar muerte contra el suelo
-o contra el abismo-
hasta que los dioses purguen la negligencia del remanso
y la tibia comparsa del amor edulcorado.
hundir dientes en la carne embriagada de rugidos,
-estrepitosamente vivos-
porque hubo un tiempo donde amar era libre y no un esclavo formulismo,
un tiempo donde hombres y mujeres acostumbrados a la caza
alumbraban con luz extraordinariamente lasciva
hasta la última de las cuevas más profundas
un tiempo
donde las fauces impedían soltar presa y el placer florecía como la mejor de las miserias,
un tiempo
donde los orgasmos goteaban por el suelo
y la obscenidad era un dedo que llegaba al fin del mundo:
como un amigo secular,
un sonriente,
un embriagado satisfecho
bebiendo de todas las tabernas y burdeles de tu cuerpo.