después de pasar encerrado la mañana en el vientre de la memoria concediendo libertad
a la manifestación de su herrumbre,
observó que la grasa que había arrojado por la borda seguía flotando junto al barco.
engarzado en soledad era ese un buen momento para revisar el casco bajo el agua, pero otra vez se le aparecía la misma imagen goteando sangre y abandono, como un vino que gana con los años pero pierde nervio en su contenido.
sacó el cuerpo del agua y se quedó flotando unos segundos bajo un mar de nubes muertas para luego, entregarse de nuevo a las profundidades.
no salió.
desde el fondo observaba como el barco se mecía por su propia estela.
inmóvil, hueco, como un hueso mal roído, fue el peso de su flotabilidad quien le advirtió que todavía no había muerto.
no era cuestión de suerte, ni de mástil quebrado, mucho menos a causa de ese vulnerable cabo de cáñamo que aflojaba sus velas, ni de los poetas del ajo.
el mar giraba hacia la noche.
una alambrada de sal presentía el ahogo del acantilado mientras el naufragio rojo de un rorbu ofrecía señal de refugio.