Por entonces él no tendría más de siete años. Cuando todos los caminos le nacían de los pies. Para llegar a la escuela pasaba por delante de la catedral, todavía con escarcha entre los pliegues de sus bellos embustes de piedra. Luego continuaba caminando calle arriba hasta el colegio, allí donde le dio clase la profesora que nunca sintió maestra.
Ella fue la primera persona de la que tuvo miedo. Es decir, un temor ya no ingenuo. De esos entre los de la niñez de monstruos absurdos que acompañan los sueños y los ciertos que se descubren de repente, que sabes que no desaparecerán cuando despiertes y que ni siquiera se molestan en acompañarte sino que con paciencia te esperan.
Era imposible adivinar lo que iba a enfadar a esa mujer. Junto con los otros niños vigilaba sus pasos entre los pupitres mientras explicaba, atento a que no se volviera por algún susurro o que su mesa estuviera bien ordenada. Cualquier cosa bastaba para el pescozón o el guantazo. Si alguien se movía intentando evitarlo lo obligaba a estarse quieto mientras lo repetía, así que era mejor recibirlo resignado. A veces, a los que usaban gafas como él les permitía quitárselas antes, luego supo que para que no preguntaran en casa por unos cristales rotos.
El miedo a los castigos era de lo poco que compartía con el resto de la clase. Desde el primer día se sintió aparte. No le divertían las mismas cosas que a los demás. Así, por ejemplo, cuando el frío empañaba los cristales no escribía como los otros su nombre con el dedo, sino que retiraba el vaho con la mano para seguir mirando a través de él. Si se atrevía a preguntar, lo hacía siempre un poco más de lo necesario y sus compañeros se reían tomándolo por tonto. Él se daba cuenta de ello, pero no sabía cómo explicárselo, decirles que, en una agradable maldición, en realidad le ocurría que lo aprendido le susurraba enseguida nuevas preguntas.
En cuanto a ella, su método de enseñar era sencillo. Lo aprendió durante la posguerra. Era otro tiempo, el dictador se lavaba las manos de sangre con agua bendita santiguándose en las iglesias. Los justos estaban muy claros, también los canallas: eran los hijos de quienes se atrevieron a sobrevivir.
Al fondo del aula había un cajón lleno de cuentos. Arrugados, pintarrajeados, alguno con hojas de menos. Las veces que estaba cansada o simplemente no le apetecía dar la lección, alguien los repartía. Ella se sentaba en su mesa y era cuando más miedo daba. Exigía absoluto silencio. Durante ese rato permanecía ausente, cuchicheando sola, maldiciendo para sus adentros y llenándose la cara de gestos extraños. Tenía mucho que odiar, todo lo que le amaestró un franquismo que a dedo la sentó allí y no permitía que nadie la interrumpiera mientras lo hacía.
Un día al crío le tocó la vieja fábula de Samaniego, la de los ratones que tras planearlo son incapaces de encontrar quien le ponga el cascabel al gato. Era la primera vez que la leía y le entusiasmó. Hacía poco que había aprendido a leer, pero ya estaba perdido. Desde entonces, tendría siempre frío sin papel que lo vistiera, los renglones de los libros dibujarían las líneas de su mano y sólo lo que mintieran los poetas sería cierto.
Al acabar se levantó sin pensar, profundamente embaucado de letras. Caminó hacia el cajón para devolver ése y coger más relatos. Le daba igual dónde estuvieran, vivía ese momento cuando la literatura consigue que la única distancia que de veras queda en el mundo es la que separa a un libro de otro. Al pasar junto a la profesora, le preguntó con extrañeza a dónde iba y él, con la sinceridad de los febriles, respondió:
-Ya lo he terminado.
Ni siquiera esperó a que se quitara las gafas. La bofetada le arrastró la montura arañándole también la cara. Sentía la mejilla arder y latir al mismo tiempo mientras sin entenderlo, aquella mujer, fuera de sí, arremetía contra él. Desfigurada de muecas le aullaba ascos aporreando la mesa; le apedreaba con alaridos y amenazas, agarrándolo hasta casi arrancarle el brazo. Lo arrinconaba apabullándolo y acuchillando el aire con chillidos. Gritaba que la tomaba por imbécil, que era imposible acabar el cuento tan deprisa, que cuántas veces tenía que repetir que no se la molestara… Confuso, intentaba explicarse, decirle que no sabía si había tardado mucho o poco tiempo, pero que era cierto, que lo había terminado y sólo quería seguir leyendo, pero el dolor, los gritos, la confusión le superaban y las palabras se le escondieron.
La situación duró hasta que violentamente le quitó el libro y lo mandó sentar. De vuelta a su silla no levantaba la cabeza, abochornado mientras escuchaba algún comentario conforme que venía de detrás. Pero, poco a poco, cuando los compañeros dejaron de analizar el hecho, le pareció distinguir débilmente la voz de la profesora hablando para sí.
“Es imposible” o “No puede haberlo leído tan pronto”, se decía ojeando las páginas y observando al sinvergüenza en su silla. Tras un rato, ya más tranquila, se dio cuenta de que lo había hecho mal. Era evidente, por supuesto, que el niñato mentía y el castigo había sido justo, pero tal vez hubiera podido sacarle más provecho a la situación. Había perdido los nervios, lo haría mejor de otra manera, le enseñaría a esa pandilla de animales que les convenía no engañarla. Después de todo, el crío era muy pequeño y tal vez aún no fuera tarde. A lo mejor todavía podía enseñarle algo de educación. Conocía el tipo de persona en que, de continuar así, podía convertirse. A veces entraban en la iglesia cuando ella estaba en misa y los observaba con disimulo. No se quedaban allí con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo sino que, sin respeto alguno, miraban hacia arriba entusiasmados. Al rato salían como entraron, sin creer en Dios, pero hablando maravillas del hombre y sus milagros. Pobre gente condenada, sin duda.
Para evitárselo, lo llamó a su mesa diciendo su nombre de la manera más dulce de la que fue capaz.. Él acudió despacio, receloso, sabiendo que no le quedaba más remedio que acercarse de nuevo. Con el estudiante ante ella pidió al resto de sus alumnos que atendieran, prometiéndoles que aprendería algo más útil si prestaban atención. Cuando se aseguró que toda la clase contemplaba la escena, les dijo:
– Niños, quiero que sepáis que cuando os pego no es por gusto sino porque no me dejáis otro remedio. Comprended que muchas veces tengo que enseñaros lo que vuestros padres no quieren o no saben. Fijaos, si no, en lo que acaba de pasar,- y continuó, volviéndose hacia el chaval: – anda, explícanos a tus compañeros y a mí por qué has querido engañarme.
Se le veía agobiado y temiendo otra bronca, a pesar de ello, sin desafíos pero también sin dudarlo, repitió de nuevo que había acabado el cuento. Esta vez ella no perdió la calma, al contrario, esperaba la misma mentira para llevar a cabo lo que había planeado. Sonrió y en voz alta dijo:
– Ahora lo veremos.
Abrió el cuento y comenzó a preguntarle acerca de la historia, que cómo era el gato, qué cuántos eran los ratones y cosas así. Enseguida se dio cuenta de que lo estaba haciendo mal porque el niño contestaba acertadamente. Le pareció normal, le estaba preguntando por el principio, por lo que había leído antes de dejarlo, así que pasó a interrogarle sobre las últimas páginas. Seguía sin equivocarse. No se desesperó, eso sólo significaba que él, como mucha otra gente cuando se aburre, se había saltado el resto para directamente enterarse del final. Fue a la parte central de la historia para allí descubrirlo, pero, inexplicablemente, seguía sin fallar. Mientras tanto, poco a poco, se le iban acabando las preguntas que hacerle.
Empezaba a ponerse nerviosa, también por su actitud. Si estuviera contestando de forma insolente, podría reprenderlo por su falta de respeto, mandarlo callar y castigarlo, pero no. Contestaba con su habitual timidez, en ocasiones hasta tenía que ordenarle que repitiera una respuesta más alto para poder escucharla. Siempre la correcta. Estaba cada vez más perdida, subía y bajaba la vista del libro al rostro de quien estaba frente a ella sin comprender nada. Buscaba cualquier error y releía los aciertos incapaz de creerlos, incluso había veces que se atropellaba hablando o le repetía alguna cuestión. Los chiquillos al fondo ya empezaban a cuchichear.
De pronto se calló y pareció rendirse. En realidad lo que ocurría es que no sabía qué pensar. Estaba confundida, desorientada, suplicándose una explicación. Dudaba y toda la estupidez de los fanáticos cuando dudan le embadurnaba la cara.
Súbitamente, cuando más apurada estaba y los murmullos eran ya risas disimuladas, dio con la razón. Lo que ocurría era simplemente que aquel insolente era mucho más retorcido de lo que le había supuesto. Sintió un profundo alivio y como le volvía de nuevo esa sonrisa hecha a navaja.
– Está claro lo que pasa. Tienes el mismo cuento en casa, ¿verdad?- Dijo triunfante.
– ¡Claro que no! No lo tengo, lo juro…- Contestaba el muchacho que parecía empeñando en seguir mintiendo.
Era evidente que no sabía hacer otra cosa., pero ya no le importaba. Le había dado una lección, le había enseñado a él y al resto que a ella no había quien la engañara. Satisfecha, le mandó volver a su pupitre con un gesto, aunque reconoció en su interior que en algo sí se había equivocado. Era evidente que, al contrario de lo que pensó, ya se había condenado.
– … Lo juro, no lo había leído antes….- Seguía repitiendo hasta que comprendió que no le escuchaba.
Él, tan joven, aún no lo había descubierto, pero lo que le obligaba a insistir diciendo la verdad, aunque nadie le creyera, era esa convicción de los que saben que no poseen nada más. Por fin acabó resignándose y obedeció el gesto que con la mano le hacía la profesora para que se sentara. La misma mano que durante todo ese rato había estado vigilando temiendo que volviera a golpearle. La misma mano que, tan de cerca, por un instante y aunque sólo él se hubiera dado cuenta, había visto temblar.
Algunos cursos después supo que incluso enseñaba a los pequeños a gritar vítores a Franco. Se lo contó una de las estudiantes que vinieron detrás de él. Era de sus alumnas favoritas y no olvidaba la cara de compasión de ella cuando vio a esa niña junto al canalla que una vez pretendió engañarla.
Pasó el tiempo. Con los años la vida no le enseñó a acertar, pero, maldita sea, ya nadie se equivocaba tan bien como él. Después de que la saliva de esa chiquilla dejara de anegarle las venas, o de esa otra a la que los escritores besaban la frente en los aeropuertos o aquella que de mañana le contó la historia de las cicatrices que serpenteaban su cuerpo… Después de tantas mujeres, tantos bofetones y tantos libros, volvió a ver a su profesora.
Fue un día de enero, visitando la ciudad donde nació. Frente a la casa en la que había crecido y de la que salía a diario para el colegio lleno de sueño y frío. Estaba allí, casi igual a como la recordaba porque siempre la había sentido vieja, si acaso con una muleta para ayudarse a caminar. Al principió le sorprendió que siguiera viva, cuando incluso algún compañero de aquella clase ya se deshacía tempranamente tras un nombre y dos fechas. Luego recapacitó y se dijo que no era tan extraño pues la gente como ella no viven, se enquistan. Pasan por los años como escorpiones por los caminos. Por fin, cuando mueren lo hacen sin remordimientos, seguros de que obraron bien, arropados de familiares que los lloran y de cabrones con sotana que los bendicen.
No como él. No como nosotros. Los que hemos olvidado las estrofas del Credo, los que nos arrodillamos ante otras Sagradas Formas, los que buscamos confesionarios con letreros de neón. Nosotros nos acabaremos solos, gritándole al crucifijo que levante la cabeza y nos mire, para que nos diga que algo hay eterno, aunque sea el castigo.
Nosotros que merecimos todas sus hostias
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