Sí, nos pusimos muy despejados, tanto que nuestra posición reclinada empezó a hacerse fatigosa, y poco a poco nos encontramos sentados en la cama, con las mantas bien remetidas alrededor, apoyados contra la cabecera, con las cuatro rodillas encogidas y juntas, y las dos narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas fueran unos calentadores. Nos encontrábamos muy cómodos y a gusto, sobre todo porque fuera hacía tanto frío, incluso, fuera de las mantas, dado que no había fuego en el cuarto. Mas por eso, digo, porque para disfrutar verdaderamente del calor corporal, debe haber alguna pequeña parte nuestra que esté fría, pues no hay cualidad en este mundo que no sea lo que es por mero contraste. Nada existe en sí mismo. Si nos lisonjeamos de que estamos a gusto por entero, y llevamos así mucho tiempo, entonces no podemos decir que estemos ya a gusto. Pero si, como Queequeg y yo en la cama, tenemos la punta de la nariz o la coronilla ligeramente aterida, en fin, entonces claro está que en la sensación general uno se siente caliente del modo más delicioso e inconfundible. Por esta razón, un local para dormir nunca debería estar provisto de fuego, que es una de las incomodidades lujosas de los ricos. Pues la cima de esta suerte de delicia es no tener nada sino las mantas entre uno mismo, con su comodidad, y el frío del aire exterior. Entonces uno yace como la chispa caliente en el corazón de un cristal ártico.
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